Colegios de Alto Rendimiento ¿Y qué pasó con la inclusión?

Desde mi apuesta humana y de educadora si reacciono como me dice el corazón, me duele que se presenten los COAR como la gran propuesta, porque siento que quisiera hacer —y que el país haga— un esfuerzo mucho mayor por los “colegios de bajo rendimiento”. Es todavía muy lacerante y me indigna la baja calidad educativa de la casi totalidad de escuelas y colegios en el interior del país. Me duele, pues, el poco empeño del sistema por la equidad. No solo la de género, sino la real de buenas oportunidades de calidad educativa para todos. Y me inquieta el saber cómo aprenderán los de alto rendimiento a convivir en una sociedad tan dispar como la nuestra si se le vende la consigna de la “superioridad”. ¡Qué miedo! ¿Y qué pasó con la inclusión?

Si uso la cabeza, calculo que la mayoría de las y los estudiantes que logra su ingreso al COAR podría terminar su básica con la suficiente preparación para acceder a instituciones de educación superior y desarrollarse con mayor autonomía y competencia, aprovechando al máximo las oportunidades que abren las becas posibles, ya con capacidades más afirmadas y la edad suficiente para superar situaciones traumáticas que han acumulado muchos “internados” de adolescentes en el mundo. Mi razonamiento llega a entender que las rosas de adorno floral son violentadas y que las más hermosas toman su tiempo para irse abriendo.

Si mi memoria todavía goza en plena vejez, es recordando la experiencia en diversos lugares del país, donde los y las estudiantes con mejores capacidades de aprendizaje ayudaban a sus compañeras y compañeros a superarse y alcanzar logros significativos. Y esta práctica contribuía a elevar su autoestima e, inclusive, a despertar vocaciones para el magisterio, además de lograr la más sólida competencia ciudadana que es la solidaridad y el aprender a convivir amistosamente compartiendo lo mejor que somos y tenemos con quienes más lo necesitan. (También recuerdo, cuando lo he observado en la práctica docente de estudiantes de Institutos Superior Pedagógicos (ISP), que contribuía grandemente a la formación de los propios futuros maestros y maestras).

Si dejo que me ganen los nervios, me preocupa y asusta —y creo que hasta me enroncha— que se mantenga el modelo de dar más a quienes más tienen o pueden… y me provoca salir a protestar por la postración de las y los más numerosos.

Si doy rienda suelta a mi imaginación, se me ocurre que la elevada inversión en los COAR podría subvencionar con una buena remuneración durante por lo menos un año a las y los mejores docentes del país para trasladarse a las zonas más deprimidas y apuntalar los procesos de aprendizaje de niñas y niños de esas Instituciones Educativas estatales. Estos “méritos” serían buen argumento para la carrera meritocrática.

Si me da por la leguleyada, puedo decir que no comparto la posición de abogados defensores que son juez y parte a secas. Toda persona tiene derecho a sus opiniones, pero también el deber de ser algo más autocrítica, en aras del bien común y del propio.

Y si me preguntan lo que me parece que podríamos profundizar es en la sistematización y difusión de lo que se hace, así como en los estudios comparativos de experiencias internacionales similares. Que se pueda abrir mayor debate nacional por encima de la propaganda y de la autosatisfacción.

Al terminar, comparto la expresión genial de una de mis antiguas formadoras: “Nunca hagan de la educación una lavandería de ropa limpia”.

Escribe: Rosario Valdevellano, integrante del
Consejo Nacional de Educación (CNE).

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