Las contrarreformas y la antipolítica quieren ser políticas públicas

Es hora de reconocer que nunca estuvimos todos de acuerdo en qué educación queremos para el país

Hemos cometido el error de pensar que coincidíamos en lo mismo cuando hablábamos de educación.

Que cuando decíamos “calidad” todos pensábamos en aprendizajes, pluralidad, interculturalidad, meritocracia, buen trato, convivencia democrática, espacios seguros, formación ciudadana, transitabilidad al mundo productivo y laboral, realización de proyecto de vida, aprender en libertad.

Pero lo cierto (y válido) es que muchos ciudadanos entienden “calidad” como colegios de élite, infraestructura grandilocuente, disciplina correctiva, principio de autoridad, civismo de bandera, homogeneidad, bilingüismo para la competitividad y la oportunidad laboral (inglés antes que lenguas originarias), aspiración universitaria y desvalorización del mundo técnico, defensa de “la familia única” y los valores “de bien”.

Pero sobre todo, pensar que todos colocábamos en esa ecuación a la equidad: los más vulnerables, primero. Los que están detrás de la valla de aprendizajes, primero. Los que no pueden ejercer su ciudadanía plenamente, primero.

Pero para muchos, la equidad no es calidad. Sienten que la equidad baja el estándar a todos. Beneficia a algunos, discrimina a los demás. Y se hace con “el dinero de todos”. Resulta que no tenemos un acuerdo en cómo queremos vivir en sociedad, en bienestar común, y no sólo en proyectos exitosos de individualidad.

Las batallas que estos grupos han ganado contra los aprendizajes, contra la meritocracia docente, contra la calidad universitaria, contra la equidad y la interculturalidad, se fundan en que –aunque ya vamos por nuestro 2do Proyecto Educativo Nacional– no hemos construido un real acuerdo educativo nacional, o no suficientemente sólido.

Sincerar esa situación urge porque en el contexto de las contrarreformas y el auge del pensamiento conservador, la complacencia frente al autoritarismo, y la creación de lo caviar[1] para desacreditar a quienes creen en la inclusión y la equidad como prioridad, todo lo logrado en educación en los últimos años va desmantelándose no porque “los malos políticos” lo hacen sino porque un grupo cada vez más mayoritario de peruanos piensa que es necesario hacerlo. Y como tú y como yo, tienen intereses y aspiraciones sobre lo educativo: ellos también buscan reemplazar lo que existía con “nuevas políticas públicas”. Les son útiles a las mafias y los mercantilismos que lucran con la educación, pero eso no invalida que muchos de ellos creen genuinamente en esas políticas.

Un recordaris: las políticas públicas son secuencias de decisiones que buscan resolver problemas de todas y todos con el fin de satisfacer sus necesidades y garantizar sus derechos. Son, ante todo, ciudadanocéntricas. La persona al centro. Y ya hemos escuchado eso muchas veces.

El verdadero desafío de aplicar esa consigna es que la política:

  • es pública porque responde a demandas públicas (no de grupos particulares) y quiere buscar cambios en las personas, sus proyectos de vida, sus entornos y medios, su felicidad (no en beneficio de las instituciones).
  • es política porque al ser procesos de toma de decisiones se imbrinca la necesidad del diálogo, en espacio de deliberación plural, marcos éticos y de principios diversos, concertación de intereses, prioridad de urgencias, y que sean efectivas que se opten por las cuales hay evidencias.

Es decir, lo opuesto a ello sería defender la bandera de políticas que respondan a grupos particulares, que busquen beneficiar a las instituciones y no sus servicios, que se decidan una mañana entre una bancada o un grupo político, que se sostengan en la ética de una religión específica, que prioricen el orden y las buenas costumbres antes que la pluralidad y la libertad sobre lo que los estudiantes pueden aprender, que no busque evidencias porque quienes las generan son sus adversarios.

Esa política pública sería la anti política pública

Y eso es lo que sucede hoy. Muchos grupos y familias están de acuerdo en liberalizar la oferta universitaria, porque de ello sienten que tendrán más oportunidades para elegir, más cerca y menos costosas. Porque sienten que el Estado le juega mal a la oferta privada, la hunde en burocracias e inútiles estándares que solo encarecen el servicio. Están de acuerdo en colegios de élite y premios económicos al que mejor lee, porque el mundo es de los aventajados, y todos queremos aspirar a esa ventaja. Están de acuerdo con textos escolares que omitan la sexualidad, los cuerpos, las identidades, los derechos humanos, las culturas de los pueblos originarios, los errores en la historia, porque los niños crecerán con miedo, con resentimiento, con preguntas, con confusiones, con amenazas al status quo.

Son intereses válidos. Lo son. Pero son intereses particulares, olvidan que el mundo va aprendiendo y se toman nuevos acuerdos, como los que hicimos en el Proyecto Educativo Nacional y en el Currículo Nacional, la deliberación que supuso, el esfuerzo de escucha que se invirtió. Olvidan que no se trata de la educación de su hijo o hija, se trata de la magnitud de la misión que tiene la educación para la vida de todos y de la nación misma.

No me malentiendan. Las mafias que patrimonializan la educación, que reman para su propio beneficio, que defienden intereses privados de colegios y universidades, que posicionan su religión, sus miedos o sus dogmas sobre las libertades y se meten dentro del aula y los textos escolares existen, claro que sí. Siempre existieron. Sólo que ahora juegan en un escenario más propicio: han debilitado las instituciones sobre las que fundamos acuerdos comunes, han desacreditado a los actores técnicos que generan las evidencias para esas decisiones, y han replegado las fuerzas ciudadanas y de la sociedad civil que les daban legitimidad.

La antipolítica educativa ya está aquí. Es momento de generar los canales, los lenguajes y los espacios para volver a hablar de la política educativa, de la agenda contra la desigualdad y a favor de la pluralidad, de los mínimos en los que no deberíamos disentir ni polarizar. Seguir el juego de los antis es aniquilar el diálogo, es la incompatibilidad con la democracia. Y si dejamos que la educación la conduzca la tiranía de esas mafias, y que se ponga a merced de los temores o intereses de esos grupos particulares, habremos traicionado el sentido de hacer educación.


[1] No hay fuente que explique este concepto.

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Escribe: José Luis Gargurevich Valdez
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